viernes, 23 de abril de 2010

Una vieja canción (4 de 4)

Esa misma noche, bien entrada la madrugada, un puntapié reventó la puerta. Los cuatro despertamos de golpe. Los militares entraron y uno de ellos fue directo al catre de mi hermana. La agarró por el cabello y la arrastró hacia la salida. El resto de soldados sujetaban a mis padres, que gritaban y forcejeaban para liberarla. Pero no había nada que hacer.

El capitán del asentamiento nos dijo que tenía malos hábitos, que cantaba canciones del antiguo régimen, y que ya no era posible recuperarla. Solo era una canción, una vieja canción de amor, de hacía unos años. Mi pobre hermana. Se la llevaron, y nunca la volvimos a ver.

miércoles, 21 de abril de 2010

Una vieja canción (3 de 4)

Pasaron los meses. La estación seca se había mostrado inclemente, y el huerto a duras penas producía para alimentarnos y pagar los impuestos que reclamaban los militares. La vaca había enfermado, y al no haber ningún veterinario en la zona, murió a los pocos días. Por primera vez en nuestra vida, mi familia pasaba hambre. Mis padres habían envejecido años en poco tiempo, y las mejillas de mi hermana parecían de mármol en lugar de mostrar los colores de la adolescencia. Pese a todo, nos podíamos considerar afortunados. Muchas familias habían sufrido la desaparición de padres y hermanos a manos de los khmers rojos, y sin médicos, la gente moría a diario por cualquier enfermedad común.

Pero, contra todo pronóstico, el día que empezó la época húmeda trajo una brizna de esperanza al asentamiento. Con el alba llegó el primer aguacero, que limpió el aire y regó las tierras sedientas. Hacía semanas que no desaparecía ningún habitante de la aldea, y los militares parecían más relajados, holgazaneando y charlando por los calles de tierra. De buena mañana mis padres se fueron al arrozal. Yo me quedé en la cabaña, secando el agua que se había colado por las goteras del tejado. Por la ventana entraba la voz de mi hermana, que cantaba una vieja canción mientras sustituía los brotes marchitos por semillas sanas. Las primeras lluvias auguraban una buena cosecha, y había que aprovecharlas.

lunes, 19 de abril de 2010

Una vieja canción (2 de 4)

Vivíamos en una barraca destartalada, con una sola habitación que servía de comedor, cocina y dormitorio para los cuatro. La mayor parte de nuestra comida la obteníamos de un pequeño huerto y de una vaca esquelética que nos habían entregado al llegar al asentamiento. No se fundó ninguna escuela: el capitán que lo gobernaba afirmaba que nuestras manos serían más útiles para la nueva República de Camboya si las usábamos para arar la tierra. Prohibieron la música, la danza, y cualquier otra tradición previa a la Revolución, así como asistir a ceremonias religiosas. Por la noche, al acostarnos, mamá nos decía que rezáramos hacia adentro, sin hablar y sin hacer ofrendas a Buda.


Un día, un convoy de soldados llegó para vigilar el asentamiento. Lo primero que hicieron fue detener a los monjes, y llevárselos en camiones. Mamá nos decía que los trasladaban a otro lugar, probablemente a los templos de la ciudad, donde serían más útiles que en la improvisada aldea. Pero después se llevaron a los médicos, y a los profesores, y a cualquiera que tuviera estudios. Decían que estaban contaminados por el régimen anterior, y que su mala influencia nos podía perder. Nos aseguraban que se los llevaban para reeducarlos, y que regresarían tan pronto hubieran olvidado sus antiguos hábitos. Los militares iban casa por casa, y preguntaban si conocíamos a alguien que supiera francés, o que diera clases, o que llevase gafas antes de la Revolución. Mi hermana me pedía que no dijera nada, pues afirmaba que los soldados mataban a todos los que se llevaban. Yo no la creía, estaba convencida que los que se habían ido en camiones militares volverían al cabo de unos días. Pero no lo hacían. Pasaban las semanas, y nadie que hubiera sido capturado regresaba. Por la noche oíamos a los soldados reventando las puertas, y gritos silenciados a golpe de fusil. Al día siguiente encontrábamos, llorando, la esposa del que habían hecho preso. A menudo, frente a la puerta, había un charco de sangre.

sábado, 17 de abril de 2010

Una vieja canción (1 de 4)

Cuando el ejército entró en Phnom Penh, todo el mundo salió a la calle a recibirlo. La avenida principal era un mar de banderolas rojas, ondeando para saludar a los que nos habían liberado de años de corrupción y despotismo. Mis padres, mi hermana y yo también fuimos. Llevábamos vestidos nuevos y brillantes, que habíamos tomado prestados de la tienda de papá. Todos sonreíamos y vitoreábamos a los soldados khmer, que marchaban entre la multitud con aire triunfal. Era el 17 de abril de 1975. Yo tenía once años; mi hermana, catorce.

Pero la ilusión pronto dio paso al desconcierto. Las cuarenta-y-ocho horas posteriores fueron días extraños, cuando las tropas nos obligaron a abandonar nuestros hogares para marcharnos al campo. Los soldados entraban en las casas, con las metralletas colgando del hombro, y nos alertaban de un inminente bombardeo de los aviones norteamericanos. La ciudad había dejado de ser segura, y debíamos salir de ella cuanto antes. Además, decían, el espíritu de la Revolución residía en el campo, cultivando la tierra de la manera tradicional, y alejándose de la decadencia de la urbe. Mis padres tuvieron que cerrar la tienda, y con las pertenencias más esenciales subimos a un autocar en el lateral del cual habían pintado burdamente una estrella roja. Dentro descubrimos a varios de nuestros vecinos apretujándose en los asientos y con el temor dibujado en el rostro.

viernes, 2 de abril de 2010

Juliet, Naked

Hoy he terminado Juliet, Naked, la última novela del escritor británico Nick Hornby. Como ya hizo en la mítica High Fidelity, Hornby vuelve a hacer girar alrededor de la música esta historia protagonizada por Tucker Crowe, un ficticio cantautor de los 70 y 80 que se esfumó de repente del panorama musical y prácticamente del mundo, supuestamente tras una misteriosa experiencia en un lavabo de un bar de Minneapolis; Duncan, un obsesionado fan del cantautor que llega a peregrinar al mencionado lavabo esperando una revelación sobre las causas de la desaparición de Crowe; y Annie, la sufrida y cada vez menos paciente novia de Duncan.

Juliet, Naked habla del amor, del paso del tiempo, de la soledad, de la inmadurez, de las relaciones, de la paternidad, de Internet... En definitiva, de los hijos de la generación X, ahora ya rozando la cuarentena, y de sus circunstancias. Sin llegar al nivel de High Fidelity, la novela es muy divertida y conmovedora, además de una delicia para los amantes de la música pop y rock que nos acercamos peligrosamente a los cuarenta (y no me refiero a los principales...). Altamente recomendable.